23 de junio de 2006

El recado

Vine, Martín, y no estabas. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta, y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia fuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles… En la tierra. Sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy derechas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tu ventana y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madre selva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa de pasta cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacito, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

Estoy inclinada ante la hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero y Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes, rotas solo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de ti que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estas te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se me fue el sol y no sé bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “no me sacudas la mano la mano porque voy a tirar la leche…”. Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo al amor.

Ladra el perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia fuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Te esperaba a ti. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación hechas horas reales, tendran que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos –oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: “te quiero”… No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, solo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado; que te diga que vine.


Elena Poniatowska.

13 de febrero de 2006

Carbón

Veo un río brillar como un cuchillo, partir
mi Lebu en dos mitades de fragancia, lo escucho,
lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un beso de niño como entonces,
cuando el viento y la me mecían, lo siento
como una arteria más entre mis sienes y mi almohada.
Es él. Está lloviendo.
Es él. Mi padre viene mojado. Es un olor
a caballo mojado. Es Juan Antonio
Rojas sobre un caballo atravesando un río.
No hay novedad. La noche Torrencial se derrumba
como mina inundada, y un rayo la estremece.
Madre, ya va a llegar: abramos el portón,
dame esa luz, yo quiero recibirlo
antes que mis hermanos. Déjame que le lleve un buen vaso de vino
para que se reponga, y me estreche en un beso,
y me clave las púas de su barba.

Ahí viene el hombre, ahí viene
emberrado, enrabiado contra la desventura, furioso
contra la explotación, muerto de hambre, allí viene
debajo de su poncho de castilla.

Ah, minero inmortal, esta es tu casa
de roble, que tú mismo construiste. Adelante:
te he venido a esperar, yo soy el séptimo
de tus hijos. No importa
que hayan pasado tantas estrellas por el cielo
(de estos años,
que hayamos enterrado a tu mujer en un
(terrible agosto,
porque tú y ella estáis multiplicados. No
importa que la noche nos haya sido negra
por igual a los dos.

_ Pasa, no estés ahí
mirándome, sin verme, debajo de la lluvia.

Gonzalo Rojas.

10 de febrero de 2006

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj.

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picadrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no saben, lo terrible que es no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo a perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Julio Cortázar: Historias de cronopios y famas.

El Mundo (fragmento)

El mundo es un círculo, una globalidad, un cuerpo vivo con una columna vertebral que la mueve: los seres humanos reconociéndose en la profundidad de la naturaleza. Cada lugar único, pero con un resollar, un rumor repetible que podemos sin duda reconocer en cualquier lugar de la Tierra en el que nos encontremos..., si es que hemos aprendido a escuchar la inmensidad del silencio, dice nuestra gente.

Cada territorio, cada tierra, es una vértebra con una función específica que cumplir en dicha totalidad; libre pero a la vez relacionada indisolublemente con las demás. Es la "Ley" que se debe cumplir para que continúe el equilibrio, para que exista un desarrollo armonioso de la vida en la Az Mapu (con su positivo y negativo).

Y es solo el Dueño del espiritu del aire, por eso ninguno de nosotros puede poseerlo, dicen nuestros mayores. Ese "aire azul a veces gris también a veces. El que comprastes piensas tú como quien compra el techo de la casa", como lo escribe el poeta cubano Nicolás Guillén.

La gente de las ciudades, me dice la memoria de mi gente, considera que el Silencio está solamente en el ensueño de la montaña o en el rielar de los lagos o en el planeo de un pájaro sobre la cimbreante copa de los árboles. ¿No comprenden aún que la metáfora de la montaña, de los lagos, de los pájaros, de los árboles está en el universo infinito y celeste que también los habita?

Vengan, dicen. pero caminen antes hacia la cima, la sima de sus Almas. Allí la energía de la dualidad les mostrará el Espiritu Azul de la naturaleza. Tal vez comprendan, dicen, que el Poder más díficil es el que debemos establecer en la vasta superficie de nuestro mundo interior: la medida de lo que podemos ejercer en la tierra que pisamos, en el mundo exterior. Y tal vez comprendan, dicen, por qué no hay orgullo ni verguenza en las aves sostenidas por sus vuelos. La dignidad del vuelo. Cada cual retozando en el aire que lo toca, con entereza recogiendo únicamente lo necesario para vivir.


Elicura Chihuailaf: Recado confidencial a los chilenos.

Querido mar odiado.


En aquel inmenso mar
veo hundirse mis sueños, morirse mis esperanzas,
ahogarse mi triste alegría.
Siento la suave caricia de la luna
que me adormece con su figura.
La brisa sobre mi cara, trae amargas palabras,
las escucho, las siento, las acaricio.

El mar
profundo
me abraza en sus olas
que son como húmedas caricias.

Las perlas en el cielo oscuro
reflejan la tristeza de la noche.
Un manto frío anuncia la llegada
de las lágrimas del cielo.
Se cubre mi mirada de tristeza,
se congela mi alma.

Quisiera ser
ola,
mar,
tierra
y volar hacia la paz del cielo.

Dejar mi alma en este mar,
mi muerto corazón viviente
mis tristezas y alegrías.

Quiero dejar mi vida
sepultada en este inmenso mar
junto a la plateada luna
.

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